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Luces y miserias de una (in)cultura política. Perón, Menem, Duhalde, Kirchner y el ruso Dostoievski.
Una sátira contra el peronsimo..
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El doble y sus copias,
novela de Martín Mazora
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No es otro que ese pícaro, ese usurpador de mi nombre.
F. M. DOSTOIEVSKI, El doble.
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Capítulo: Caños y mangueras
Yo iba un poco distraído, pensando en no sé qué cosa, cuando de pronto escucho a mis espaldas: «Perón, Perón... qué grande sos... Mi General... cuánto valés...». ¿Quién podía ser? Mauro Volta, al que, una semana después, bauticé, con fundado acierto, Smerdiakov Karamázov. Me di vuelta y lo vi. El tipo festejó el encuentro con una carcajada horrible. Me acuerdo como si fuese hoy, los ojos le brillaban de euforia al tiempo que se alisaba el cabello con los dedos arqueados como garras. Estaba sentado a una mesita de café, debajo de un toldo, justo enfrente al Hotel Diplomat. «Compañero Sepúlveda, hágame el favor», me dijo señalándome una silla. No me quedó más remedio que acercarme, me recibió con la mano exageradamente extendida, con su sonrisa puerca de siempre, más una mueca extraña que le quedó temblando en los labios después de la feroz risotada.
–Durante dos períodos fui Concejal, más adelante fui Secretario de industria y comercio... con una manguerita de un millón –agregó, haciendo resaltar el monto presupuestario de su cargo–; y, finalmente, Secretario de innovación tecnológica: incubadoras, pequeñas y medianas empresas... todo eso, viste. Ahí llegué a tener un caño de dos millones y medio –puntualizó, y soltó un «ji, ji» nervioso, mitad repugnante, mitad melancólico.
–¡Upa, dos palitos y medio! –exclamé con ampulosidad–. ¿Vos cómo llegaste a la política? –le pregunté, por preguntar algo.
–Pisando fuerte... yo entré en la política con el pie derecho. Mirá, primera elección que participé, ¡y... pum! ¡arriba! ¡Maurito, Concejal! Segunda elección, y otra vez arriba. Un nuevo período.
–Se ve que de entrada le caíste bien a la gente.
–¡Nooo...! ¿Qué gente? Tenía una palanca así de grande –se sinceró, y largó una carcajada más guasa que la primera–. En las dos oportunidades, ocupé el quinto puesto de la lista de candidatos, ¡imaginate, una palanca de puta madre! –volvió a repetir el concepto, pero, ahora, con gravedad, como si se tratase de algo meritorio, de un logro de su parte.
–¿Y en esa primera elección, cuál fue tu propuesta más importante? –le di pie como para que pudiese decir algo decente. Los concejales siempre tienen un caballito de batalla, un proyecto con el que se identifican y hacen punta.
–¡Comprarme un Peugeot 504! –dijo exultante, con toda la felicidad del mundo–. Y así fue, ¡dicho y hecho! A los seis meses de haber asumido ya me compré mi Peugeot. Mi primer cero kilómetro.
–No, no, yo me refería a un proyecto político.
–¡Gané mi banca, Sepúlveda! ¿Te parece poco? Concejal a los veintinueve años. Perón, Perón... qué grande sos... Mi General...
Terminada la cantata, se generó una situación entre ridícula y pintoresca. Y es que Volta, con una actitud omnisciente y sobradora –como si su cerebro atesorase todas las respuestas imaginables–, se quedó mirándome a los ojos, esperando mi próxima pregunta.
–¿Y cómo es que te hiciste peronista? –rompí el absurdo silencio.
–Y... yo hice el Liceo militar. Pasé por las mismas aulas que pasó Perón, las aulas del patio Esquiú, en San Martín, ¿conocés? Las mismas galerías, los mismos dormitorios, el mismo campo deportivo. ¡Soy del palo del Pocho!
–Bueno, hay muchos que pasaron por el Liceo, pero no por eso se hicieron peronistas. ¡Al contrario!
El tipo ignoró mi objeción, la obvió olímpicamente. Y con la mayor naturalidad del mundo, siguió repasando las cuentas de su rosario autobiográfico:
–Esa vida no era para mí, nunca me atrajo. Se gana poco y se madruga mucho. ¡Demasiado sacrificio! A mí me gusta la farra, la noche, las potrancas y las niñas. Una vez que salí del Liceo, estuve ocho años dando vueltas... buscando algo que me convenciera, algo que realmente me interesara. Probé de todo, incluso estudié, yo soy Guía de turismo diplomado... Hasta que una noche, por pura casualidad, caí en la casa de Battista. Empecé como chofer, después fui su secretario privado y terminé siendo su mano derecha. Yo al viejo lo tengo en un altar; calculá, le debo todo lo que soy, él me abrió las puertas del peronismo. Me hizo ingresar por una puerta grande, la quinta del Negro en San Vicente. Ahí conocí a todos los muchachos: al Rata, al Tano, al Ronco, al Pelado, al Muñeco, al Laucha... En aquel tiempo, el Negro era Diputado nacional. Después vino la alianza con el Turco, las elecciones del 89, la vicepresidencia, la gobernación de la Provincia. Yo viví todo eso desde adentro. Con don Diego, entrábamos y salíamos de la quinta como quien entra y sale de su casa.
Vino el mozo. Pedí lo mismo que estaba consumiendo Smerdiakov, un capuchino. Haciendo un balance de los tres encuentros que tuvimos, llegué a la conclusión de que el gusto por esa variante cafetera era lo único que me unía al Guía de turismo diplomado, palabrita que él solía recalcar cada vez que hacía mención de su formación académica.
–Para que te des una idea: yo estuve en lo del Negro la noche que volvió de la reunión con el Mingo, cuando acordaron el monto del «Fondo de reparación histórica» para la Provincia. Ahí sí que nos salvamos todos. ¡Un chorro de seiscientos millones anuales! ¡Hacete una idea, dos millones de pesos por día! –juntando índice con índice y pulgar con pulgar, el Subteniente dio forma a un círculo de cuatro pulgadas de diámetro–. Con semejante caño se aceitaron todas las mangueras de la Provincia: ministerios, secretarías, municipalidades. Todo el mundo de fiesta, y un solo grito en las gargantas: «¡Se siente, se siente, el Negro presidente! ¡Se siente, se siente...!»
–¡Mangueras y caños! –le interrumpí el cantito futbolero. Confieso que, pese a todo, me habían causado gracia esas metáforas hidráulico-financieras.
–Son inventos del Negro –me aclaró Smerdiakov–. Él fue bañero, viste; a los veinte años trabajó de bañero en un club. Y a partir de entonces su sueño fue tener un caño propio, un caño como el de la pileta, pero que en lugar de largar agua, vomitara un chorro de billetes.
–¡El gran caño nacional! –exclamé alegre, como para estar a tono con su euforia.
–Battista dice que eso viene del Pocho. Para hablar de guita, de presupuesto, Perón solía recurrir a la imagen de la manguera. Parece que al Negro le gustó la metáfora y la adoptó, la adoptó y la multiplicó: manguera, caño, canilla, pileta, tanque. «¿Cuánto queda en el tanque?» «No nos queda una gota de agua.» «A ese pícaro hay que cerrarle la canilla.»
Risas y más risas de Smerdiakov: «¡De qué cloaca le brotarán!», fue lo que pensé, asqueado de oírlas.
–Cuando algún muchacho asumía un cargo, no se preguntaba cuál era el presupuesto que iba a manejar, se preguntaba: «¿Qué caño tiene ese sillón?» «¿De cuánto es el chorro?». Y la respuesta era tipo: «Una canilla de seiscientos mil» «Una manguera de cinco palitos verdes» o «Un caño de ochenta millones». ¡Qué tiempos! Te acordás hermano qué tiempos aquellos... –además de reírse como un idiota, Mauro tenía la estúpida costumbre de canturrear a cada rato. Algo que también me sacaba de las casillas.
–¿Volverán? –le pregunté, con tal de censurarle el concierto.
–Por supuesto... a mí ya me hicieron un lugarcito. Vuelvo, vuelvo a la patria generosa, a la patria peronista.
–Ah, mirá qué suerte. ¿Algo vinculado a industria, a innovación tecnológica?
–No, nada que ver. Es una cosa completamente distinta... Un trabajito como para empezar de nuevo –se sinceró y cortó en seco.
–¿Y cuándo volvés?
–Todavía falta, falta un poco... Yo tuve unos problemitas, viste –me confesó–, pero en poco tiempo prescribe todo. Pagué, mirá que pagué caro: ya van ocho años de exilio, y todavía faltan dos. Por suerte, en veinticinco meses me libero de toda la sarna justiciera, se borran todos mis pecadillos. A mediados de 2006, quedo limpio de polvo y paja, borrón y cuenta nueva. ¡Y que los Bancos le cobren a Magoya!
Mientras el bocón parloteaba como un loro, fui tomando de a sorbitos mi capuchino, disfrutándolo como si estuviese en el mejor de los mundos. Claro que tenía decidido irme ni bien lo terminara, quería librarme del encantador diálogo con el Ex-secretario de innovación tecnológica.
–Dos años parece mucho, pero pasan en un periquete. Yo, por eso, me estoy preparando desde ahora, me estoy actualizando para no perder el tren. Viste vos, el peronismo no para nunca, sempre avanti! Fue y sigue siendo una locomotora. Es, como dice el viejo, «un torbellino que gira, gira y avanza». Hace diez años estábamos con los yanquis, ¡te acordás!, «relaciones carnales»; hoy somos culo y calzón con la revolución cubana, carne y uña con Fidel... Otros que perdieron feo fueron los milicos, el Turco les concedió absolutamente todo: indulto, perdón y, encima, una montaña de billetes; hoy, en cambio, les pisamos la cabeza, no los dejamos respirar: ¡juicio y castigo! ¡leña a los genocidas! Ayer cantábamos «Las locas de la Plaza»; hoy, ¡parece mentira!, las viejas entran y salen cuando quieren de la Casa de gobierno. Madres de la Plaza... el pueblo las abraza... Madres de la Plaza... el pueblo las abraza –me cantó bajito, acompañándose con el brazo en alto–. Y... el peronismo es así, no te podés quedar atrás. Al que se queda varado en el pasado, el tren lo pasa por arriba. Yo, cada tanto, me meto en un ciber y busco en los diarios las declaraciones del Presidente. Así, de a poco, voy incorporando el nuevo discurso, las nuevas consignas, asimilando los nuevos valores. Calculá: yo me fui del país en 1995 hecho un peronista dolarizado, y ahora tengo que volver transformado en un peronacho de izquierda –me miró y largó una risita picante, buscando mi complicidad–. Me quedan dos años para terminar de reconvertirme. Sin ir más lejos, el sábado me compré una campera tipo militar, con una hermosa imagen del Che estampada en la manga –y, por enésima vez, me volvió a revolver las tripas con el estruendo de una risotada a mandíbula batiente–. Nosotros siempre fuimos muy dinámicos, Sepúlveda, somos un gran péndulo, un péndulo que va y viene... Mirá; con el Turco fuimos de derecha; con el Negro fuimos de centro; y, ahora, con el Pingüino somos de izquierda. Tenemos copado el arco político argentino, disponemos de todo un abanico de posibilidades. La historia del mundo podrá variar, el país puede cambiar las veces que quiera, nosotros siempre picamos en punta, siempre mordemos. Sepúlveda, Sepúlveda... –me nombró dos veces, como haciendo memoria, cambiando incluso el tono de la voz–. Pero decime una cosa, ¿tu viejo no tenía una imprenta... Imprenta Moreno?
Me puse pálido de sólo oír la palabra «imprenta», con lo de «Moreno» se me terminó de caer el alma al piso. Lo primero que pensé es que Battista le ordenó que me investigara: «Si le prometieron un trabajo para cuando vuelva, es porque Smerdiakov sigue teniendo contactos en las huestes peronistas», conjeturé, tragando saliva. Pero no. Volta me contó dónde, cómo y cuándo lo conoció a mi viejo. Con esos datos llegué a convencerme de que realmente se conocían. Me explicó en detalle cómo surgió la idea de los negocios que hicieron «en yunta», habló de unos contratos con Municipios de distintas Provincias, de los sobreprecios facturados, incluso me reveló los tejes y manejes que solían hacer para entregar sólo la mitad de lo que constaba en los remitos. Algo que me llenó de asombro fue que el tipo me contó las cosas como si fueran dignas de ser recordadas, como si en lugar de tratarse de hechos delictivos, hubiesen sido actos ejemplares, meritorios como para ser imitados. No sé por qué razón, pero recién ahí, al confesar sus fechorías, tomé conciencia de lo que me había dicho al principio de la conversación, un dato relevante que, inexplicablemente, se me había pasado por alto: «Primero fui chofer de Battista, después fui su secretario privado y terminé siendo su mano derecha». En el acto decidí poner remedio a la cosa. Cambié la cara de traste, me hice el simpaticón, y estuve a punto de proponerle una segunda vuelta de capuchinos. Por suerte miré el reloj y me di cuenta de la hora. Se me estaba haciendo tarde para ir a lo de Battista. Entonces, sin pensarlo demasiado, lo invité a que almorzáramos el día siguiente. El Guía de turismo «diplomado» estuvo dispuesto a aceptar la oferta, le vi el «Sí» dibujado en los ojos, pero, intrigante como es, estimó conveniente hacerse el difícil: «Mañana no puedo, tengo un compromiso impostergable –dijo, subrayando el adjetivo–, pero pasado mañana podría ser». «Maurito mentiroso, Maurito insufrible», lo acusé en secreto. «Dale, dale, pasado mañana», hablé simulando satisfacción. Ahí nomás le propuse hora y restaurante. «Hecho», sentenció Smerdiakov, entusiasmado también él. Se levantó de la mesa y extendió, rígida, la mano para saludarme. Yo se la esquivé con un quiebre de cintura, al mejor estilo del fútbol rioplatense. En fin, muertos de risa los dos, nos confundimos en un abrazo peronista.

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El doble y sus copias,
novela de Martín Mazora.

Ediciones Simurg,
Buenos Aires, 2008,
480 páginas.